Nadie se arriesga tanto en una autobiografía como el impostor cuando emplea la inteligencia para inventarse un pasado. Cuanto más fantasioso es este último, más se obliga el falsificador a ir atando todos los cabos de su historia. Una historia que los demás han de creerse de principio a fin.
¿Y qué sucede cuando la patraña es descubierta? Bueno, en ese caso, lo que importa es la categoría de las invenciones. A veces, un gran engaño puede ser encantador.
El libro que nos ocupa merece esa misma reflexión. En su tiempo, deslumbró como si fueran unas memorias reales, y hoy, pese a que lo catalogamos como ficción, sigue deslumbrando por el descaro de sus embustes y por la habilidad persuasiva de su autor.
Quien firma esta obra inclasificable es Bata Kindai Amgoza ibn LoBagola (1877–1947), que a comienzos del siglo XX se presentó como un indígena africano de azarosa vida, y que luego ‒vaya por Dios‒ fue desenmascarado para decepción de muchos.
En realidad, su nombre auténtico era Joseph Howard Lee. Había nacido en Baltimore y no era, como él se empeñaba en decir, un sudanés de ascendencia judía, sino un buscavidas que había aprendido a ganarse el sustento en los bajos fondos. Primero, en los ambientes prostibularios, y luego, como marino mercante en rutas desconocidas.
Tuvo fortuna en el vodevil, haciéndose pasar por ese increíble LoBagola. Como tantas otras estrellas del music-hall y de los freak shows, logró engañar a una audiencia poco cultivada con su falsa biografía. En 1929, relató parte de ella en varios artículos de la Scribner's Magazine, y ante la formidable acogida de su engañifa, la editorial A.A. Knopf amplió el texto hasta convertirlo en el libro que nos ocupa, una obra maestra de la picaresca narrativa, publicado originalmente con el título LoBagola; an African Savage's Own Story.
LoBagola murió víctima de un edema pulmonar en la prisión de Attica, en 1947. Para entonces, su historia había perdido el crédito que en otro tiempo le había concedido algún que otro antropólogo. Pero no hemos de olvidar un detalle: el relato de LoBagola nos fascina, precisamente, por la magnitud de su impostura. Y en este sentido, se trata de un fenómeno similar al de la Princesa Caraboo (1791–1864), aquella pícara inglesa que se hizo pasar por una aristócrata del Océano Índico raptada por piratas, o Iron Eyes Cody (1904-1999), un jefe cherokee que se hizo famoso en el cine mudo y que, en realidad, era un humilde actor siciliano.
Leyendo el libro de LoBagola, cuesta entender que Frank G. Speck, etnólogo en el Museo de Arqueología y Antropología de la Universidad de Pensilvania, llegase a invitarle a dicha institución. Dicen que el falso aborigen deslumbró a los visitantes del museo con sus danzas y sus ceremonias inventadas.
Sin embargo, la picardía queda justificada si pensamos en el futuro que esperaba a Joseph Howard Lee, sin otro destino que la pobreza. En cierto modo, esa es la clave que permite apreciar mejor este libro: una sarta de embustes y manipulaciones, tan desmedidos como los de una novela pulp, pero que en realidad sirvieron como estrategia de supervivencia a este tipo con labia y ganas de dejar huella. Un oportunista perseguido por la mala suerte, que quizá llevó su idea del espectáculo demasiado lejos.
Sinopsis
La autobiografía de LoBagola es uno de esos libros en los que compiten lo que el libro cuenta y lo que oculta: siendo lo primero fascinante, no lo es menos lo segundo. LoBagola era o decía ser un «salvaje africano» que, con excelente inglés y capacidad oratoria magistral, anduvo durante años contando ritos, costumbres y aventuras de una tribu africana a la que nunca habían llegado los expedicionarios blancos. Su fama llevó a un editor a proponerle la composición de esta autobiografía que fue publicada con gran éxito en 1930. La autobiografía, de magnífica plasticidad, cohesiona en una misma sustancia narrativa la vida del narrador, las noticias sobre las costumbres de «los salvajes» y un examen de sus ritos. Pero por debajo de lo narrado, el tema fundamental es la mentira: «no supe mentir hasta que conocí a los blancos», nos dice, o bien «el arte de mentir me hizo más fácil la vida». Y ello porque quien se hacía pasar por «salvaje africano» era un realidad un «chico de la calle» de Baltimore que vio en el arte de mentir, en su capacidad fabuladora, un modo de ganarse la vida llenando teatros. Su éxito fue también su perdición. Dejó como testimonio esta espléndida narración que, entre la picaresca y la fantasía, fue inmediatamente traducida a los principales idiomas, como prueba fehaciente del interés general que los asuntos de África habían cobrado en toda Europa.
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