Hace unas semanas comentábamos en este espacio las ocasionales escaramuzas entre ciencia y filosofía.
Uno de los campos en donde estas discusiones han estado más activas en el de la evolución. Y quizá la pregunta más frecuente al respecto es si puede descartarse como “no científica” la idea de que podría haber un proyecto detrás del proceso evolutivo. En otras palabras, si la evolución pudiera tener una dirección (por ejemplo hacia una mayor complejidad, o mayor inteligencia, como popularmente se cree), o si el proceso mismo de la evolución pudiera estar dirigido por alguna inteligencia superior, quizá divina (según proponen tanto la iglesia católica como los proponentes del “diseño inteligente”, una forma disfrazada de ese creacionismo cristiano tan popular en los Estados Unidos).
¿Por qué no podría haber un proyecto, un plan inteligente detrás de la evolución, o al menos una tendencia general que le diera dirección? En realidad no es que no pueda haberla: es que, desde un punto de vista científico –y el estudio de la evolución biológica es una rama de la ciencia– no es una hipótesis que se pueda someter a prueba.
La ciencia, desde sus mismos orígenes, ha estado comprometida con una postura filosófica que se conoce como “naturalismo metodológico”. Ha recibido otros nombres, como “materialismo” (pero no sólo la materia forma parte de las explicaciones científicas; también la energía, el espacio, el tiempo, y los fenómenos emergentes no materiales que surgen a partir de ellos, como la vida o la conciencia), o “reduccionismo” (pero no todas las explicaciones son reduccionistas en un sentido eliminativo, es decir, que niegue la existencia de cosas como la vida o el amor para reducirlas, por ejemplo, a simples fenómenos químicos).
Más bien, el naturalismo metodológico de la ciencia quiere decir que ésta se limita estudiar y a proponer explicaciones de fenómenos naturales, dejando fuera de su ámbito de acción todo aquello que pueda calificarse de sobrenatural. ¿Por qué esta limitación? Porque, por definición, lo sobrenatural no sigue reglas: la magia, los milagros o las intervenciones divinas rompen con las regularidades de la naturaleza, que son lo único que la ciencia puede estudiar (además, las explicaciones sobrenaturales involucran entidades no materiales como dioses o espíritus, y la ciencia no cuenta con herramientas para investigarlos).
¿Puede la ciencia probar que no existe lo sobrenatural? No. Pero tiene que actuar bajo la suposición de no existe; de otro modo, se vería paralizada (por eso su naturalismo es “metodológico”, no ontológico: no habla de lo que existe, sino de con qué se puede trabajar).
Hay quienes se inconforman –como el bioquímico y bloguero Larry Moran, ya mencionado aquí– con esta aparente limitación de la ciencia porque consideran, por ejemplo, que la deja imposibilitada para criticar a las religiones (lo cual, creo yo, no es el papel de la ciencia, de todos modos) o vulnerable a las críticas de los filósofos (lo cual, nuevamente en mi opinión, le hace bien de vez en cuando).
Por todo ello, buscar un objetivo o proyecto en fenómenos como la evolución es, en el fondo, desconfiar de la postura naturalista de la ciencia, que forma parte de su esencia.
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