Saben, quienes me conocen, que me apasiona Felipe II. Llevo trabajando en él casi dos décadas, casi siempre desde el punto de vista alquímico. Tengo casi todo lo que otros han escrito sobre su reinado y su personalidad, que no es poco. Visito con frecuencia sus lugares favoritos, entre ellos, El Escorial, el gran proyecto de su vida.
Sin embargo, desconocía el (al parecer) verdadero significado de una de las frases que le caracterizan ante el común de los mortales. Porque, seamos sinceros, puede que no hayas oído hablar en tu vida de Felipe II pero, ¿acaso no conoces eso de "en mis dominios no se pone nunca el sol"? Hombre, aunque sólo sea por la canción de los Nikis, la de "El imperio contraataca" (1985), esa que empieza "Hace mucho tiempo que se acabó / pero es que hay cosas que nunca se olvidan / por mucho tiempo que pase /1582, el sol no se ponía en nuestro Imperio / me gusta mucho esa frase…"
Pues bien, hace unos meses que leí la interpretación que del famoso "En mi imperio no se pone nunca el sol" hace el hispanista francés Joseph Pérez en su Histoire de l'Espagne (París, Fayard, 1996). Al parecer, Felipe II no se estaba refiriendo al ilimitado poder que acumulaba en sus manos ni a la extensión de los territorios bajo su mandato, sino que hacía referencia a una tradición cultural, a un juego de alusiones y sobreentendidos borrados por el tiempo y basado en una interpretación emanada del bíblico Libro de Daniel.
Según Pérez, estaríamos ante una versión secularizada de la profecía de Daniel relativa a la sucesión de los poderes mundiales, alzándose y cayendo, desde su tiempo hasta la llegada del Reino de Dios. Así, el imperio del mundo habría pertenecido primero a los asirios, habría pasado luego a los persas, después a los macedonios y, finalmente, a los romanos. Desplazamientos sucesivos que recuerdan la marcha del sol de este a oeste.
Desde principios del siglo XVI, este orden imperial sucesorio habría recaído en España pero, según Felipe II, no saldría nunca de aquí, no seguiría avanzando hacia el oeste como en tiempos pretéritos.
Cuando Felipe II decía que el sol no se ponía nunca en su imperio, no se refería al fenómeno astronómico que hace que amanezca en los antípodas de donde oscurece. En realidad, estaba proclamando lo que, en términos actuales, llamaríamos el fin de la historia, la imposibilidad de que ningún orden diferente suceda al propio.
No soy yo muy dada a esto de las profecías. Más que nada, porque siempre he sido muy limitada a la hora de interpretar acertijos y buscar dobles sentidos: o se me dicen las cosas claritas y sin dobleces, o no me entero de nada. Pero, claro está, no hay que ser un Séneca para ver que esto de la profecía bíblica parece seguir su curso, ¿no? Porque a España le siguió el Imperio Británico y, a éste, el Imperio de los Estados Unidos de Norteamérica. Y, sin necesidad de pensar demasiado, podemos vislumbrar el nuevo sucesor, el Gigante Chino, con lo que la profecía volvería a su origen, al continente asiático donde nació. ¿Habremos cerrado el círculo?
No sé muy bien porqué se me ocurre escribir sobre estas cosas, tan alejadas de mi alquimia, mis quintaesencias, mis alambiques y mis destiladores. Quizás sea porque veo chinos por todas partes, porque oigo a diario eso de que los chinos están acabando con los negocios tradicionales (léase textil o alimentación, entre otros), porque buena parte de lo que consumimos (por no decir todo) es Made in China. Porque hoy mismo, sin ir más lejos, abro el periódico y leo que las grandes firmas internacionales de moda han desterrado el color verde de sus colecciones de primavera-verano o de otoño-invierno porque esa tonalidad no sienta bien a la tez de las potenciales consumidoras orientales… que son más de las que pensamos y con unas cuentas corrientes que quitan el hipo.
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